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August 06, 2020
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Posted by NCID

Este artículo fue publicado originalmente el 6 de agosto de 2020 en el medio El Orden Mundial. El autor es el investigador junior del Navarra Center for International Development David Soler Crespo. Puede consultar el artículo original aquí, publicado bajo licencia Creative Commons BY-NC-ND. A continuación se reproduce íntegro el artículo.


Kenia, cuya sabana inspiró El Rey León, es un país multiétnico creado por los británicos hace 130 años. Más de un siglo después, la estabilidad de uno de los países históricamente más proccidentales de África se sostiene en las frágiles alianzas políticas entre las élites de los cinco grupos étnicos mayoritarios que acaparan el poder. Kenia avanza lentamente pero sin freno pese a la desigualdad entre regiones, la corrupción y las amenazas del terrorismo y el cambio climático.

Mucho antes de la llegada de los colonizadores británicos, el territorio de la actual Kenia estaba habitado por tres grandes familias étnicas: los cusitas, los nilóticos y los bantus. Mientras que los bantu se caracterizaban por ser agricultores sedentarios, los nilóticos eran pastores nómadas, aunque algunas comunidades se asentaron cerca del lago Victoria y pasaron a practicar la pesca y agricultura. Hoy la población de origen bantu es mayoría en Kenia, seguidos de los nilóticos, mientras que los cusitas son una pequeña minoría. De estas grandes familias nacen los distintos grupos étnicos que habitan el país. Oficialmente, el Gobierno reconoce un total de 45 grupos étnicos, aunque algunos investigadores incrementan el número hasta setenta. De ellos, cinco aglutinan dos tercios de la población: los kikuyu, la comunidad más grande (17,7% de la población), los luhya (14,3%) y kamba (9,8%) son bantu, mientras que los kalenjin (13,4%) y los luo (10,7%) son de origen nilótico.

Cada grupo tiene unas características propias. Para los kikuyu, la propiedad y cuidado de la tierra es el mayor indicador de estatus y poder, lo que les ha convertido en reconocidos empresarios. Por su parte, los luhya poseen pocas tierras, son pequeños agricultores y muchos han emigrado a las ciudades. Históricamente, los kamba son comerciantes y los luo de tradición pescadora. Los kalenjin son pastores, aunque sobre todo se les conoce por haber dado algunos de los mejores atletas del mundo —de ahí que la multinacional de ropa deportiva Decathlon llame a su marca de ropa de atletismo “Kalenji”—.

Las disputas por la tierra y los recursos han marcado las relaciones entre los distintos pueblos de Kenia desde el siglo XIX. La estabilidad todavía depende de las frágiles alianzas entre grupos étnicos en un país en el que los líderes políticos movilizan al electorado en torno a la etnicidad, promocionando un sistema clientelista que beneficia o perjudica a cada cual dependiendo de si hay representantes de su etnia en el Gobierno. Esta situación es en parte herencia de los británicos, que, tras su llegada a finales del siglo XIX, crearían las fronteras, las instituciones y el sistema político que son la base de la Kenia actual.

Un país creado por los británicos

La parte del continente que hoy se llama Kenia quedó en manos del Reino Unido en el reparto de África. Los primeros colonos llegaron al territorio en 1888 , y fueron ellos quienes dieron forma a la actual Kenia. A su llegada, los británicos pusieron impulsaron la construcción de un ferrocarril entre Kampala —capital de la actual Uganda, entonces también en manos británicas— y la ciudad costera de Mombasa, en Kenia, para conectar sus territorios y darles salida al mar. Durante la construcción de la línea llegaron en 1899 a unas tierras altas del centro del país, donde fundaron la que seis años más tarde nombraron capital del territorio: Nairobi, cuyo nombre deriva de la forma en la que los locales másai llamaban un río cercano, “aguas templadas”. Quince años más tarde, en 1920, el territorio pasó a ser considerado oficialmente como colonia británica bajo el nombre de “Kenia”, una adaptación del nombre de la montaña más alta del país, el monte Kirinyaga, que los colonos no eran capaces de pronunciar correctamente y cuyo significado en kikuyu es “montaña de blancura”.

Además de darle nombre al país y a la capital, los británicos dieron pie a la actual división administrativa de Kenia, creando las llamadas “reservas nativas”, zonas étnicamente homogéneas destinadas a controlar el territorio y evitar revueltas. Las diferentes etnias quedaron separadas y encuadradas en regiones de las que rara vez podían salir. Así, los británicos dividían a la población mientras creaban un sentimiento de comunidad tribal. Las reservas se convirtieron en distritos tras la independencia y se han tomado como base para crear el sistema de descentralización en 47 condados implementado en 2013.

Con todo, el mayor impacto de la colonización británica de Kenia está en el uso de la tierra. Los británicos tomaron el control de las tierras y en 1934 controlaban ya un tercio de la extensión cultivable, pese a ser solo un 0.25% de la población. La ocupación británica, que en ocasiones supuso el desalojo forzoso de la población local, obligó a las etnias a desplazarse a zonas menos fértiles o a ocupar las tierras de otras etnias. Así, además de dejar sin tierras y desplazar a cientos de miles de kenianos, la ocupación generó conflictos étnicos. Los kikuyu, por ejemplo, ocuparon las tierras de los masái, lo que está en el origen del rechazo que el resto de la población siente por esta etnia, la mayoritaria. Por si fuera poco, los británicos crearon una división entre los propios kikuyu que generó una élite que se ha mantenido hasta hoy.

Con la crisis económica de los años treinta, los británicos buscaron modernizar la agricultura local para costear el sistema colonial con la venta de productos agrícolas. Esto benefició a unos pocos terratenientes kikuyu, que vieron aumentar sus ingresosentre los subsidios británicos y la bonanza de los años cuarenta, cuando exportaron productos a una Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial. Al acabar la guerra, muchos kenianos que habían ido al frente con los británicos se sintieron traicionados, pues siguieron recibiendo los mismos salarios y condiciones de trabajo a su vuelta a la colonia, a lo que se añadía la obligación de hacer trabajos forzados al menos 270 días al año.

Los continuos desprecios provocaron la creación primero de la organización proindependentista Unión Africana de Kenia (UAK) en 1944 y después de una milicia de kikuyus afiliados al UAK, el movimiento Mau Mau. A partir de 1952, los Mau Mau atacaron a los colonos para hacer caer al Gobierno británico. La gran mayoría de los kikuyu apoyaron el movimiento, pero una pequeña élite rechazó la violencia y se mantuvo leal al régimen colonial. La rebelión Mau Mau duró ocho años, en los que oficialmente 11.000 Kikuyus fueron asesinados, aunque la Comisión Keniana de Derechos Humanos asegura que fueron al menos 90.000 los muertos y 160.000 detenidos. Durante ese tiempo, los británicos requisaron las propiedades de los rebeldes y cedieron su manejo a los kikuyu leales. Cuando salieron de la cárcel, los rebeldes se vieron sin tierras y obligados a emigrar o trabajar para la élite kikuyu.

Uno de esos encarcelados fue Jomo Kenyatta, uno de los líderes del UAK. Tras la Segunda Guerra Mundial, la experiencia Mau Mau y la ola descolonizadora, los británicos intentaron llegar a un acuerdo con los kenianos moderados, y en 1963 concedieron la independencia a Kenia. Ese mismo año, Kenia celebró sus primeras elecciones como país independiente, en las que Kenyatta arrasó al frente de la Unión Nacional Africana de Kenia (UNAK), heredera de la UAK.

El nuevo presidente pronto renegó del movimiento Mau Mau, al que tildó de “enfermedad” y mantuvo prohibido durante sus años como presidente. Kenyatta era un kikuyu, e imbuido en la cultura de esta etnia está la idea de que el esfuerzo es necesario para progresar en la vida —por ello se hacen llamar los “judíos kenianos”. En línea con ese espíritu, Kenyatta se opuso a redistribuir la tierra y la riqueza del país, llamando vagos y egoístas a aquellos querían las “cosas gratis”. Además, Kenyatta se posicionó con la élite kikuyu que se había mantenido fiel a los británicos y había acaparado el poder tras la independencia. 

Así, aunque en un principio fue considerado un radical por los colonos, Kenyatta nunca lo fue. El primer presidente y padre fundador de Kenia dejó las tierras en manos de la élite del país, se distanció del socialismo imperante en muchos países africanos recién independizados y perpetuó la división étnica impuesta por los británicos, poniendo por delante los intereses de su comunidad a los del resto de kenianos. 

Unidad y capitalismo

Kenyatta implantó un sistema centralista defendiendo que para construir la unidad nacional keniana era necesario eliminar las diferencias tribales, y que la mejor manera de hacerlo era bajo un mando único. La centralización política se acentuó tras su fallecimiento y la llegada al poder de Daniel arap Moi en 1978, quien cuatro años más tarde implementó oficialmente un sistema de partido único. Moi fue un líder autoritario que gobernó con mano dura: un intento de golpe de Estado promovido por oficiales del Ejército del Aire supuso la cárcel para 2.100 soldados en 1982, y a principios de los noventa las demandas democráticas acabaron con más de mil manifestantes muertos. 

No fue hasta el final de la Guerra Fría cuando el país volvió a abrirse a un sistema multipartidista. Hasta entonces Kenia había mantenido un apoyo constante de Occidente, pues era su socio más fiable en África contra el socialismo. Kenyatta tenía aversión por la Unión Soviética y ofreció cobijo a militares británicos en el país, política que mantuvo Moi firmando tratados militares con el propio Reino Unido y Estados Unidos. Todo ello valió para que Kenia se haya establecido en la actualidad como un centro neurálgico para organizaciones internacionales, con la ONU fijando en Nairobi una de sus cuatro sedes mundiales en 1996.

Tras acabar la Guerra Fría, el bloque occidental presionó para establecer la democracia en África, incluida Kenia. A finales de 1991, catorce importantes donantes internacionales cortaron toda ayuda al país hasta que este se abriera a la democracia liberal. Daniel arap Moi, que llevaba más de una década gobernando dictatorialmente, tardó una semana en cambiar la Constitución. Pese a todo, Moi siguió en el poder ganando con irregularidades dos elecciones más hasta 2002, cuando se produjo el primer intercambio de poder entre partidos de la historia de Kenia con la victoria electoral del opositor Mwai Kibaki.

No obstante, a pesar de la llegada de la democracia y de la rotación en el poder, la corrupción ha seguido lastrando al Gobierno keniano. Durante el mandato de Moi se malversaron más de mil millones de dólares y en 1993 estalló el escándalo Goldenberg, una red de subsidios a la exportación de oro. A pesar de ganar con un discurso anticorrupción, su sucesor, Kibaki, estuvo detrás del caso Anglo Leasing, por el que se desviaron 751 millones de dólares en contratos falsos. Estos escándalos son solo la punta del iceberg de una cultura de la corrupción asumida por el pueblo keniano.

En política económica, Kenyatta promovió el sistema Harambee (que en suajili significa ‘todos juntos’ y hoy es el lema del país), que daba al Estado un papel limitado y animaba a los ciudadanos a trabajar duro para progresar. Este sistema basado en el mérito fue muy popular pero hizo poco por reducir la desigualdad, que de hecho aumentó tanto entre clases como entre regiones. Las élites kenianas cada vez están más enriquecidas y la capital, Nairobi, constituye una quinta parte del PIB actual de Kenia, mientras 12 de los 47 condados del país representan cada uno menos del 1%.

La desigualdad también se acentúa por una política económica basada en la agricultura. El no depender de recursos naturales como el petróleo o los minerales ha permitido a Kenia mantener un crecimiento económico estable que le ha hecho situarse como la tercera mayor economía de África subsahariana, ante la volatilidad de países como Angola, dependiente del petróleo. Sin embargo, la política de potenciación de la agricultura—que creciendo y representó un 34,19% del PIB en 2019— ha favorecido a los terratenientes y a las comunidades kikuyu que viven en las zonas centrales del país, perjudicando a quienes viven en las zonas áridas y poco provechosas del norte y este. Allí se concentran diez condados donde más de la mitad de la población vive bajo el umbral de la pobreza, mientras que en Nairobi ese porcentaje está en el 16,7%. La desigualdad económica, unida a las fracturas políticas y sociales, ha generado graves episodios de violencia que han mostrado hasta qué punto es débil la estabilidad de Kenia.

La fragilidad étnica

A finales de 2007, unas elecciones dudosas hicieron estallar la tensión social. Kibaki consiguió la reelección por poco más de 230.000 votos a pesar de que al comienzo del recuento su rival, Raila Odinga, iba por delante y había declarado ya su victoria. El jefe de la comisión electoral dijo no saber quién había ganado y las protestas se extendieron por el país. Alrededor de 1.400 personas murieron y 600.000 fueron desplazadas de sus hogares en dos meses de violencia tildada como interétnica y principalmente dirigida contra los kikuyu, etnia a la que pertenece Kibaki. 

Sin embargo, reducir la violencia a un simple conflicto tribal por un resultado electoral sería quedarse corto. La primera razón del conflicto está en el reparto del poder, con un sistema electoral mayoritario nominal. Este sistema, heredado de los británicos, da todo al vencedor y deja sin nada al perdedor. A ello se le une un sistema político basado en la movilización étnica, en el que los líderes enfrentan a unos grupos contra otros durante la campaña electoral y fomentan el clientelismo cuando llegan al poder. 

En Kenia es conocido el lema “ahora comemos nosotros”, por el que una comunidad se beneficia económicamente de que un gobernante de su misma etnia esté en el poder, ya que pone sus intereses por delante de los del resto de kenianos. Esta cultura clientelista y étnica es aceptada por la población y contribuyó al conflicto de 2007. Los kikuyu han tenido tres presidentes en la historia: Jomo Kenyatta, Mwai Kibaki y el actual, hijo del primero, Uhuru Kenyatta, mientras que los kalenjin han tenido uno, Daniel arap Moi. Odinga, que perdió las elecciones en 2007, es de la etnia luo, que nunca ha vencido en las urnas.

La violencia en 2007 fue frenada por un acuerdo entre Kibaki y Odinga para gobernar en coalición con el primero como presidente y el segundo vicepresidente. El arreglo frenó lo que podría haber derivado en una guerra civil, y es un ejemplo de una práctica común entre las élites kenianas, que azuzan la tensión cuando se acercan las elecciones en su beneficio pero siempre acaban llegando a acuerdos cuando parece que el sistema va a derrumbarse, y con él sus privilegios. 

Las elecciones de 2017 volvieron a ser escenario de tensión entre Odinga y Uhuru Kenyatta, hijo de Jomo, que llevaba siendo presidente desde hacía cuatro años y revalidó su victoria. Ambos acabaron llegando a un acuerdo tras una repetición electoral histórica por irregularidades y la no comparecencia del último a la segunda votación. A pesar de ello, la tensión no derivó en violencia gracias a los cambios constitucionales que se hicieron tras los episodios de 2007. La nueva Constitución de 2010 implementó un nuevo sistema descentralizado, alejado del centralismo y del ganador único, y similar al sistema conocido como Majimbo, que Jomo Kenyatta había desmantelado en los años sesenta. Con sus 47 condados y Gobiernos regionales, grupos étnicos que nunca habían accedido al poder lo hacen ahora a nivel local. Este sistema no ha cambiado la política basada en el voto étnico, pero sí ha permitido que los políticos tengan una segunda oportunidad de llegar al poder y no canalicen su enfado hacia las calles, al no interesarles generar inestabilidad en las regiones donde ellos gobiernan.

Retos y oportunidades

Kenia afronta grandes retos sociales y de seguridad. El cambio climático ha traído sequías en el norte y fenómenos como la grave plaga de langostas de 2019, que pone en peligro los cultivos y la seguridad alimentaria de muchos kenianos. Por otro lado, la amenaza yihadista del grupo yihadista Al Shabaab, la filial de Al Qaeda en Somalia, es cada vez mayor, pese a que Kenia tiene desplegadas tropas en ese paísKenia lleva sufriendo ataques terroristas desde que en 1998 Al Qaeda asesinara a 224 personas en un atentado contra la embajada estadounidense en Nairobi. Los ataques de Al Shabaab se han intensificado con el paso del tiempo, con algunos tan graves como el del centro comercial Westgate en 2013, el de la Universidad de Garissa en 2015 y el atentado contra un complejo hotelero que dejó veintiún muertos en enero de 2019. Este último fue perpetrado por kenianos, lo que indica que la amenaza yhadista ya no proviene solo del extranjero.

Sin embargo, Kenia es hoy una de las potencias africanas con múltiples oportunidades. Por un lado, Nairobi es el mayor centro tecnológico del este de África, y Kenia es uno de los líderes mundiales en uso de dinero móvil, haciendo transacciones a través de este sistema por valor de un 47% del PIB en 2017. Con una población con una edad media de dieciocho años, Kenia tiene un futuro brillante ante sí si aprovecha las oportunidades y reduce los peligros que se le presentan. Pero para ello necesitará una estabilidad política que solo es posible con un cambio que permita que la paz social no dependa solo de los arreglos entre la élite política. Algo que, por el momento, parece lejano.