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May 16, 2020
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Posted by NCID

Esta tribuna de opinión fue originalmente publicada en el diario guatemalteco Prensa Libre el pasado 16 de mayo de 2020. El autor es el director del Navarra Center for International Development, Luis Ravina. A continuación se reproduce de manera íntegra. Pueden consultar el artículo original aquí.


Según un estudio publicado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde), de cuyo centro de Desarrollo Guatemala forma parte, los cinco primeros años en la vida de un niño son un periodo de grandes oportunidades y riesgos. A esa edad, las habilidades cognitivas y socioemocionales que los niños desarrollan tienen un impacto duradero y definitorio en sus resultados a lo largo de la escolarización y la edad adulta. Y, aunque la calidad de la educación posterior también importa, se ha demostrado que un aprendizaje temprano deficiente o nulo supone un problema irreversible.

El estudio de la Ocde fue realizado en niños de Estados Unidos, Estonia y Reino Unido, pero sus descubrimientos se pueden extrapolar a niños de todo el mundo. Según Unicef, la nutrición infantil es la base de la supervivencia, la salud y el desarrollo de los más pequeños, por lo que los niños bien alimentados están en mejores condiciones para crecer, aprender y colaborar en las comunidades. Y, al contrario, una malnutrición crónica deriva en retrasos en el crecimiento, siendo este un problema, otra vez, irreversible, que afecta al desarrollo físico y cognitivo de los niños.

Unicef explica que la formación del cerebro y el sistema nervioso comienza en las primeras fases del embarazo y, prácticamente, se ha completado a la edad de los dos años, en un período conocido como la ventana de los mil días. La cronología, la gravedad y la duración de las carencias nutricionales durante este periodo afectan al desarrollo del cerebro de distintas maneras, debido a que el cerebro requiere de ciertos nutrientes en momentos concretos. Eso significa que los primeros dos años en la vida de un ser humano no solo corresponden al período de máximo crecimiento del cerebro, sino que, a lo largo del primer año de vida, se alcanza el 70% del peso del cerebro adulto. Con ello, la malnutrición provoca una disminución considerable de la capacidad intelectual en donde las condiciones nutricionales y ambientales son inseparables.

Por todo esto, un país como Guatemala debe reaccionar con urgencia y decisiones firmes e inmediatas. El 46.5% de los niños menores de cinco años del país padece desnutrición crónica y el 15.2% del total de la población sufría subalimentación entre 2016 y 2018, según los últimos datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). A esto se suman las malas condiciones en las que muchos de estos niños viven: casas con suelo de barro, invadidas por los insectos y, en algunos casos, con situaciones de violencia doméstica, lo que se traduce en familias donde los padres están sometidos a un estrés que acaba por afectar a los hijos. Todos estos factores, junto con la malnutrición, suponen uno de los grandes frenos para el desarrollo en Guatemala y requiere una especial atención en salud y educación. Si no se procuran garantizar los nutrientes básicos durante el crecimiento de los niños, de poco servirán los esfuerzos realizados en educación, ya que su cerebro no se habrá desarrollado lo necesario. Y viceversa: trabajar por reducir la malnutrición y mortalidad infantil mejoraría las tasas de educación, lo que a la larga implica una sociedad mejor formada y más competitiva, preparada para el mercado laboral y con mayores ingresos. Es, en definitiva, la mejor inversión que el país puede realizar.

El problema que afronta Guatemala es complejo y multidimensional, pero no imposible de solucionar. La India, Etiopía o Perú también sufrieron de malnutrición y hoy han conseguido reducir significativamente sus tasas. Entre ellos, y por proximidad, el caso de Perú es el más extrapolable a la situación guatemalteca: entre 2008 y 2016 redujeron del 28 al 16% la desnutrición crónica que afectaba a los menores de cinco años, muchos de ellos localizados entre la población indígena y más pobre. Fue gracias a la implementación de un plan estratégico que incluyó voluntad política durante tres gobiernos distintos y la búsqueda de capacidad institucional, además de empoderar a los padres con campañas de concienciación, el acceso a servicios sanitarios y una serie de incentivos monetarios orientados a mejorar los resultados de los gobiernos regionales.

Por ello es necesaria en Guatemala la cohesión social y una estrategia nacional inclusiva que priorice el crecimiento equitativo y las oportunidades para todos. El objetivo debe ser común y apoyado por todas las esferas sociales: empezando por la ciudadanía y siguiendo por las instituciones públicas. Y verse respaldado y coordinado por un Gobierno con la voluntad política de comprometerse a atender las necesidades de satisfacción personal, entorno social, confianza, inquietud política y los niveles de criminalidad. Todos ellos son retos que encara Guatemala y que puede superar con políticas orientadas a la juventud, como la salud, la educación y, sobre todo, la calidad de las instituciones. Pero, para ello, el país debe tener la certeza de que cuenta con un Gobierno capaz de liderar una etapa de cambio que hace tiempo que Guatemala necesita.