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February 21, 2022
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Posted by NCID

Este reportaje fue originalmente publicado el 20 de febrero de 2022 en El País Planeta Futuro. Los autores son los investigadores junior del NCID Javier Larequi y Ángela Abascal. Puede consultar el artículo original aquí.


Joy Albert se fue a la cama el viernes 28 de enero en su hogar de Port Harcourt (Nigeria) temiendo que quizás sería su última noche durmiendo allí. Cuando se levantó al día siguiente, se encontró con unas excavadoras dispuestas a derribar su casa y las de sus vecinos. Algunos, como el señor Friday, descubrieron sus hogares destruidos cuando volvieron de trabajar y ni siquiera tuvieron tiempo para recoger sus efectos personales. Esto ha ocurrido durante las últimas semanas a los más de 40.000 residentes de al menos 10 barrios de esta ciudad. Hasta 20.000 más de las comunidades costeras del delta del río Níger están en riesgo de experimentar el mismo destino, según una estimación que ha realizado la organización sin ánimo de lucro Justice and Empowerement Initiatives (JEI).

Port Harcourt es la capital del estado de Ríos, en el sur nigeriano. Fundada por los británicos en 1912, goza de una fuerte actividad petrolera y es la ciudad dedicada a la refinería más importante del país. Al situarse en el delta del Níger, la urbe cuenta con varias desembocaduras al océano Atlántico, lo que facilita sus conexiones internacionales y le convierte en uno de los motores económicos de Nigeria.

Desde hace más de 60 años, muchas familias –hasta 480.000 personas– viven en el puerto en condiciones de alta vulnerabilidad, ya que no existe vivienda libre y accesible para ellas en la ciudad. Sus hogares son mayoritariamente de chapa, en los que el agua se filtra durante los periodos de lluvia, y viven expuestos a la misma temperatura y ruido que desde cualquiera de sus calles de barro.

Se trata de personas que en muchos casos se han desplazado desde el mundo rural a la ciudad con el objetivo de encontrar un trabajo mejor, a menudo ligado a la extracción y al transporte de petróleo. No son una minoría y, de hecho, más del 50% de los habitantes urbanos de Nigeria viven en estos barrios conocidos como asentamientos informales o slums, según el Banco Mundial. Sobre estos barrios actúan ONG como JEI y otros proyectos como The Human City Project, que intenta humanizar la ciudad dando voz a los residentes de estos barrios chabolistas.

Nigeria cuenta con una larga tradición de desalojos forzosos masivos con el objetivo de promover el desarrollo económico y mejorar las condiciones urbanas. Por ejemplo, en la capital, Lagos, 30.000 personas fueron desahuciadas en 2017, tal y como denunció Amnistía Internacional. En 2020, otras 24 comunidades fueron expulsadas en la capital, y más de 50.000 personas perdieron su hogar. En Port Harcourt también se vive con miedo: entre 10.000 y 20.000 habitantes más vieron sus apartamentos demolidos en 2012 en zonas con depósitos de petróleo, según denunció la misma ONG. El actual gobernador, Nyesom Wike, ya en 2016 promovió la destrucción de dos barrios en una de las orillas del delta. En aquella ocasión, las protestas masivas lograron que el gobernador se reuniese con las personas desalojadas y evitaron la destrucción de la gran mayoría de aquellos distritos. Sin embargo, ahora “nos ha sorprendido que el desalojo haya comenzado tan de repente y sin ningún interés por el diálogo”, denuncia desde Port Harcourt Megan Chapman, codirectora de JEI.

Las comunidades de Port Harcourt recibieron un aviso genérico el uno de enero a través de un vídeo oficial, tras el cual comenzaron a contactar con asociaciones de derechos humanos, medios de comunicación locales y hasta acudieron a la justicia nacional en busca de apoyo. Según afirma Chapman, “la Justicia es la única opción que nos queda para conseguir al menos una indemnización a pesar de que los jueces no son muy independientes del poder político”. Según la codirectora de JEI, “los residentes se organizaron para intentar dialogar con el gobernador y buscar una solución conjunta, pero no obtuvieron ninguna respuesta por su parte hasta el 19 de enero”. Ese día llegó la contestación en forma de jarro de agua fría: los derribos comenzarían una semana después y abarcaría hasta 16 comunidades a lo largo de una costa del delta del Níger, tal y como se puede apreciar en el mapa inferior.

No ocurrió ningún desalojo el día previsto, para sorpresa y alivio de muchos residentes. Sin embargo, el sábado 29 de enero llegaron finalmente los tractores y comenzó la voladura de las comunidades de Elechi Phase 1 y Urualla, donde muchos nigerianos perdieron todas sus pertenencias y un techo bajo el que pasar las noches. En los siguientes días fue el turno de al menos nueve barrios costeros más, llegando a un total de 40.000 personas afectadas, mayores y niños, sin excepción.

La posición del Gobierno

El problema se dio a conocer cuando el gobernador Nyesom Wike anunció en su discurso de Año Nuevo que iban a continuar “con la demolición de las chabolas y estructuras improvisadas que todavía continúan en la ciudad”. Sin embargo, Wike no mencionó las áreas específicas sobre las que actuaría, lo que desató la preocupación de todas ellas.

El anuncio sorprendió porque llegó justo después de que Wike asegurase que en el último año habían alcanzado “las tasas más bajas de criminalidad en todo el estado de Ríos”. El objetivo, por tanto, de destruir las viviendas como vía para combatir la delincuencia carecía de fundamento, por lo que cabe pensar que las actividades económicas relacionadas con el puerto y el petróleo puedan estar detrás de estas decisiones del gobernador.

El señor Wilson, víctima de los desalojos, asegura que “todo el mundo” se va a quedar sin hogar y que precisamente esto es lo que pone en peligro la “seguridad”. El señor Friday y Joy Albert también aseguran que “ya no tienen ningún lugar en el que dormir”. Muchos de los desalojados están, de hecho, pernoctando en la calle junto a aquello que han podido empaquetar y reciclar de los escombros.

Monika Kuffer, investigadora de la Universidad de Twente (Países Bajos), lleva más de 15 años estudiando este tipo de asentamientos informales, y explica que el problema va más allá de que estas personas se queden sin hogar porque les hayan tirado la casa. “Hay otros efectos indirectos asociados, ya que tienen que realojarse sin ayuda y por sus propios medios”.

Una dificultad habitual suele ser el aumento de los precios de alquiler: “En Mukuru Kwa Njenga, un asentamiento demolido recientemente en Nairobi, Kenia, se vio cómo aumentaron los precios de los alrededores, puesto que también había subido la demanda. Esto, a su vez, provocó que más habitantes que no se habían visto inicialmente afectados por los desalojos tuvieran que abandonar sus casas al no poder pagarlas”, denuncia Kuffer. De hecho, en muchos casos se prioriza la especulación inmobiliaria en detrimento del bienestar de los vecinos de estos barrios.

“Los residentes de los slums quieren que sus barrios sean mejores lugares para sus hijos” expresa Kuffer, “pero el desarrollo tiene que contar con ellos, los procesos no pueden vulnerar los derechos humanos”, recuerda.

En el caso de estos asentamientos informales de Port Harcourt, las autoridades nigerianas no solo están destruyendo de la noche a la mañana las viviendas, sino también los colegios y los servicios comunitarios como los baños comunales; también la poca urbanización existente, como las farolas o las infraestructuras de abastecimiento de agua. “Contar con estos servicios ha sido el resultado del trabajo de muchos años de las ONG y de los residentes”, señala Albert. Ahora, han visto que todo ha quedado destruido, sin compensación ni realojo, y les toca empezar de cero en un futuro que también se les presenta incierto.