Este artículo fue originalmente publicado el 18 de septiembre de 2019 en el medio Africaye. El autor es el investigador junior del Navarra Center for International Development David Soler Crespo. A continuación se reproduce parcialmente el artículo. Puede consultar el artículo original aquí.
La muerte del expresidente de Zimbabue Robert Mugabe a los 95 años ha sido recibida con alegría y pena alrededor de África. Alegría entre quienes sufrieron la represión política y pasaron hambre durante los 37 años en los que estuvo en el poder; pena entre quienes le consideran un héroe por acabar con el dominio colonial y un referente del panafricanismo.
Mugabe murió el pasado 6 de septiembre en una suite de lujo del hospital Gleneagles en Singapur, a más de 6.000 kilómetros de casa. Allí trataba sus enfermedades a 7.000 euros la noche. Llevaba ya dos años fuera del poder, derrocado por el golpe de Estado que perpetró su propio partido tras su intento de colocar a su mujer, Grace, en la línea de sucesión a la presidencia.
Tras de sí dejó un país roto social, política y económicamente. Tres cuartas partes de los quince millones de personas que siguen en Zimbabue viven bajo el umbral de la pobreza, más de 2.4 millones se enfrentan a inseguridad alimentaria en 2019 y un 60% no tiene acceso a saneamiento. A ello hay que unir más de tres millones que decidieron huir en busca de un país mejor y que hasta un 95% de los que trabajan lo hacen en la economía informal; la mayoría, agricultores de subsistencia.
A pesar de ello, Mugabe ha sido declarado héroe nacional. Decenas de miles de personas le despidieron en un funeral de Estado al que acudieron más de veinte presidentes africanos en una última muestra de respeto a un icono panafricanista.
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