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27 de Abril, 2020
Apariciones en los medios /
Escrito por NCID

Este artículo fue publicado originalmente el 23 de abril de 2020 en el medio El Orden Mundial. El autor es el investigador junior del Navarra Center for International Development David Soler Crespo. Puede consultar el artículo original aquí, publicado bajo licencia Creative Commons BY-NC-ND. A continuación se reproduce íntegro el artículo.


A pesar de tener una numerosa población afroamericana descendiente de los esclavos llegados desde el siglo XVII, Estados Unidos no ha cultivado muchas relaciones con África y cuenta con pocos aliados en el continente. Washington ha mirado hacia África principalmente ante amenazas a su seguridad y por miedo a la creciente influencia de potencias rivales, pero no mantiene una estrategia integral ni ha conseguido labrar relaciones duraderas con los países africanos.

El barco São João Bautista partió del oeste de África en 1619. En él viajaban personas apresadas en los reinos de Ndongo y Kongo, en la actual Angola. Iban destinadas a México, pero a mitad viaje, en medio del océano Atlántico, dos barcos ingleses interceptaron y se hicieron con el control del barco. A los esclavos que quedaban con vida, solo la mitad, los trasladaron al puerto de Point Comfort, en Virginia, colonia inglesa por aquel entonces. Así se abrió la primera página de las relaciones entre Estados Unidos y África.

De los doce millones y medio de africanos que cruzaron el Atlántico, tan solo 388.800 llegaron a territorio norteamericano, la mitad de ellos desde Angola, Senegal y Gambia. Con el paso de los años y la descendencia, la población esclava se multiplicó. Su peso económico era tan importante en Estados Unidos que fueron uno de los principales motivos detrás de la guerra de Secesión (1861-1865) entre el sur, que deseaba mantener la esclavitud y pretendía independizarse, y el norte, que había ilegalizado la esclavitud y era partidario de mantener unido el país. La victoria de los norteños permitió la desaparición legal de la esclavitud en todo Estados Unidos en 1863.

Durante siglos, miles de personas fueron capturadas en el África occidental para ser esclavizadas en las colonias americanas.

La relación entre EE. UU. y África se hizo todavía más visible con la adquisición por parte de la Sociedad Estadounidense de Colonización (ACS) en 1822 de un territorio en el oeste del continente: Liberia. Este fue durante veinticinco años lo más similar a una colonia que ha tenido EE. UU. en África, aunque estaba en manos privadas. El objetivo de la ACS era repoblar ese territorio con antiguos esclavos, restituyendo las injusticias sufridas por la población afroamericana devolviéndola a su lugar de origen. Sin embargo, los críticos aseguran que la iniciativa estaba más motivada por un racismo encubierto y pretendía echar de EE. UU. a las personas negras emancipadas. A pesar de que solo llegaron 15.000 afroestadounidenses al territorio africano —un 3% de la población de Liberia aquel entonces—, estos se hicieron con el control político, instaurando un sistema de segregación con los nativos parecido al que habían sufrido ellos en Estados Unidos. Cuando Liberia proclamó su independencia en 1947, copió la Constitución, el sistema político y hasta la bandera estadounidenses.

Otro de los países africanos que más conexiones ha tenido con Estados Unidos a lo largo de su historia es Etiopía. En 1929 ambos países firmaron tratados de mediación y conciliación todavía vigentes que le otorgaban a Etiopía el estatus de nación favorecida por parte estadounidense. Las buenas relaciones duraron mientras el emperador Haile Selassie estuvo en el poder, con el paréntesis de la ocupación italiana en 1935, que EE. UU. fue uno de los cinco países en la Sociedad de Naciones en rechazar. Soldados etíopes lucharon junto a los aliados en la Segunda Guerra Mundial y junto con los estadounidenses en la guerra de Corea, y Etiopía y EE. UU. mantuvieron su alianza hasta que una junta comunista tomó el poder en el país en 1974, en plena Guerra Fría.

Estados Unidos apenas tuvo una relaciones directas con otros territorios africanos. Desde que las potencias coloniales europeas se repartieran el continente en 1885, el trato entre Estados Unidos y África pasaba más por Londres, París, Berlín, Bruselas y Madrid. Hasta la Segunda Guerra Mundial y la posterior descolonización, el contacto institucional con África se centró en los únicos dos países no colonizados, los ya mencionados Liberia y Etiopía.

Para ampliar: “De segregados a segregacionistas: la historia de Liberia”, Teresa Romero en El Orden Mundial, 2018

Enfrascados en la Guerra Fría

La ola de independencias africanas comenzó a mediados de los cincuenta. Al contrario que con Etiopía, esta vez Estados Unidos no tomó partido, y no se pronunció a favor de la descolonización, pero tampoco se opuso ni apoyó a las potencias europeas para impedirla. Sin embargo, la descolonización trajo al poder a una serie de líderes que buscaron asociarse con la Unión Soviética, que sí había apoyado su causa. En cualquier caso, todos los recién independizados países africanos se unieron al Movimiento de Países No Alineados, pues no querían posicionarse en una guerra entre superpotencias, pero no pudieron impedir que la Guerra Fría llegara al continente.

Ante la creciente influencia de la URSS, Estados Unidos empezó a jugar un papel más activo en África. Tres son los ejemplos más paradigmáticos. En Guinea, independizada en 1958, el nuevo presidente, Sekou Touré, lanzaba proclamas antimperalistas contra EE. UU. y se posicionó del lado de la Unión Soviética. No obstante, el presidente estadounidense por aquel entonces, John F. Kennedy, le convenció de cambiar de bando, y Touré no permitió respostar a los aviones soviéticos en su ruta a Cuba durante la crisis de los misiles de 1962. Kennedy actuó con mano más dura en otro país, la antigua colonia belga del Congo, hoy República Democrática del Congo. Allí había llegado al poder en 1960 un joven anticolonialista, Patrice Lumumba. El sur del país es rico en uranio, fundamental para la construcción de la bomba atómica, y los estadounidenses temían que las minas cayeran en manos soviéticas. EE. UU. se alió con Bélgica para apoyar en 1961 el derrocamiento de Lumumba, que fue arrestado y asesinado; y, en 1965, el golpe de Estado del militar Mobutu Sese Seko, que instauró una dictadura hasta 1997, cambiando el nombre del país a Zaire. 

Para ampliar: “La maldición de Zaire”, Fernando Rey en El Orden Mundial, 2016

Un año más tarde el centro de la acción de trasladaría a Gana. Este país había alcanzado la independencia en 1957 de la mano de Kwame Nkrumah, un joven filósofo que había estudiado en la Universidad de Pensilvania y leía a referentes comunistas. Nkrumah fue uno de los fundadores del Movimiento de Países No Alineados en 1961, además de un destacado panafricanista que promovía la unión de los africanos y cortar los vínculos con las antiguas metrópolis. Aprovechando un viaje de Nkrumah a China, los estadounidenses apoyaron un golpe de Estado que instauró una dictadura militar en el país.

Kwame Nkrumah en la portada de la revista Timedel 9 de febrero de 1953, cuando Gana todavía no había alcanzado la independencia.

Durante la Guerra Fría pocos países africanos fueron aliados expresos de Estados Unidos. Uno de ellos fue Kenia, que todavía sigue siendo su principal aliado en el África subsahariana. El entonces presidente keniano, Daniel arap Moi, permitió la construcción de una base naval estadounidense en Mombasa. Otro caso particular es el cambio de cromos entre Etiopía y Somalia, dos vecinos enfrentados. Cuando triunfó el golpe comunista de 1974 en Etiopía y la Unión Soviética pasó a ayudar al tradicional aliado estadounidense, el dictador somalí Siad Barre, hasta entonces apoyado por la URSS, se pasó al bando occidental. Estados Unidos apoyó la invasión que Barre lanzó contra Etiopía; a cambio, Barre accedió a la instalación de una base militar en el puerto somalí de Berbera, lugar estratégico en pleno golfo de Adén, donde se controla la entrada al mar Rojo desde el océano Índico en el estrecho de Bab al Mandeb. 

Para ampliar: “Geopolítica de Bab al Mandeb, el estrecho que separa África y Asia”, David Hernández en El Orden Mundial, 2020

Pero la guerra más larga y con mayores consecuencias se libraba en el sur del continente. Tras independizarse de Portugal, Angola y Mozambique cayeron ambos en guerras civiles, desde 1975 y 1977, respectivamente. Angola es el segundo país con mayores reservas de petróleo en África subsahariana, y sus recursos naturales la convirtieron en el centro de la Guerra Fría en África. Aunque Estados Unidos y la URSS no se enfrentaron directamente, sí apoyaron a sendos aliados. Por el comunismo luchaba la Cuba castrista, apoyando al Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA); por el capitalismo peleaba la Sudáfrica del apartheidjunto al Frente Nacional de Liberación de Angola (FNLA) y a la Unión para la Independencia Total de Angola (UNITA).

En el contexto de la Guerra Fría, Estados Unidos no dudó en apoyar al Gobierno abiertamente racista de Sudáfrica. A ambos les unían la ideología anticomunista y el interés económico en torno a las valiosas reservas minerales de Sudáfrica, incluyendo diamantes, platino y oro. La Administración de Ronald Reagan llegó a colaborar en el arresto de Nelson Mandela. Sin embargo, llegada la década de los noventa, la guerra de Angola ya se había llevado por delante el 40% del PIB del sur del continente, y EE. UU. invertía quince millones de dólares anuales en apoyo militar. A ello se sumaba la caída de la Unión Soviética y la cada vez mayor oposición al apartheid entre el público estadounidense. Todo ello motivó el Acuerdo Tripartito, auspiciado por EE. UU., en el que Sudáfrica y Cuba aceptaban retirar sus tropas de Angola; además, el Gobierno sudafricano puso fin a la ocupación de Namibia, permitiendo su independencia. Sin el apoyo de Estados Unidos, el régimen del apartheid cayó poco después.

Para ampliar: “De por qué los afrikáners le entregaron Sudáfrica a Mandela”, David Soler en El Orden Mundial, 2020

Fallida política de securitización

Con el fin de la Guerra Fría llegó un nuevo mundo en el que EE. UU. era la única potencia global, y esa potencia perdió buena parte de su interés por África. Estados Unidos sí se involucró en la promoción de la democracia en el continente a través de organismos internacionales: ligando la ayuda al desarrollo a la promoción democrática, hasta 33 países introdujeron límites a los mandatos presidenciales. Sin embargo, esta medida no ha sido del todo efectiva, ya que más de una decena de presidentes han revertido las reformas para mantenerse en el poder, como Paul Kagame en Ruanda o Yoweri Museveni en Uganda. Sin embargo, la prioridad de Estados Unidos en los últimos años ha sido una política de securitización que no ha tenido éxito.

El primer ejemplo llegó con la intervención en Somalia en 1993. Dos años antes, el régimen de Barre se había desmoronado y el país cayó en un vacío de poder, con una amalgama de grupos rebeldes peleando por el control de la capital, Mogaciscio. A finales de 1991, la ONU estimaba que 4,5 millones de somalíes estaban al borde de la muerte por hambruna. Empujado por la presión mediática estadounidense, el presidente George H. W. Bush envió 30.000 soldados a Somalia en una misión calificada de humanitaria, aunque Estados Unidos intervenía también para asegurarse un Gobierno afín en un país de gran interés estratégico y antiguo aliado. Pero el 3 de octubre de 1993 un transporte de prisioneros se convirtió en una batalla de día y medio en plena capital en la que resultaron muertos dieciocho soldados estadounidenses. El evento, que inspiró la película Black Hawk Down, motivó seis meses después que el recién elegido presidente Bill Clinton retirara las tropas. Somalia todavía sigue hoy sumida en el conflicto.

Este revés traumático alejó al vencedor de la Guerra Fría de África y le llevó a evitar otros conflictos: el Gobierno estadounidense no intervino para detener el genocidio en Ruanda en 1994, y tampoco tomó parte en la guerra civil de Liberia (1989-1996) o la guerra civil en la República Democrática del Congo que estalló con la caída de Mobutu en 1997. La postura estadounidense para África cambió en 1998. Ese año dos atentados simultáneos contra las embajadas de EE. UU. en Kenia y Tanzania dejaron 224 víctimas mortales, doce de ellas estadounidenses. El ataque sacó a la luz pública el nombre de Al Qaeda y el de su líder, Osama Bin Laden, y supuso el comienzo de la política antiterrorista estadounidense en la región, que aumentó tras el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001. 

Para ampliar: “Crónica de un genocido anunciado: hutus y tutsis”, Javier Esteban en El Orden Mundial, 2016

Desde entonces, el objetivo principal de Washington en África ha sido contener el yihadismo, especialmente en el norte de África y el Sahel contra Boko Haram, Al Qaeda en el Magreb Islámico  y otros grupos, y en el Cuerno de África contra Al Shabab, la filial de Al Qaeda en Somalia. En 2007, Estados Unidos estableció un Comando África (AFRICOM) para centralizar las tareas militares en el continente. Además, han puesto en marcha misiones de formación y apoyo en el Sahel y Somalia, y cuentan con una base militar en Yibuti y la ayuda de Kenia, que se ha convertido en su aliado africano principal en la “guerra contra el terror”. Estados Unidos mantiene 7.000 tropas en el continente y ha participado en más de 3.500 misiones. Sin embargo, sus esfuerzos han fracasado: la seguridad en África ha empeorado en los últimos años a pesar de la creciente presencia estadounidense. Si en 2010 había cinco grupos yihadistas identificados, en 2019 eran ya veinticuatro, y los ataques han pasado de 288 al año a 3.050 en menos de una década.

Estados Unidos estableció su Comando África en 2007. Hasta entonces, la coordinación militar de todo el continente era responsabilidad del Comando Europeo, lo que da una idea de la importancia que daba el Pentágono a África. 

Las tropas estadounidenses también han sido víctimas de esos ataques: en 2017, cuatro soldados murieron en una emboscada en Níger, y en enero de 2020 otros tres murieron en Kenia. Estos ataques han provocado la misma reacción que el fracaso en Somalia de 1993. A principios de 2020, el presidente Trump anunció su intención de retirar la mayoría de sus 1.400 tropas en África occidental, a pesar de las críticas de sus aliados de la OTAN. A pesar de todo, la presencia militar estadounidense en África es ínfima en comparación con el resto del mundo. EE. UU. dedica tan solo un 0.3% de su presupuesto militar al continente africano, que sitúa en sexto lugar en sus prioridades estratégicas. Ante la falta de interés y presencia, otras potencias internacionales han ido ganando terreno en África desde finales del siglo XX, mientras EE. UU. perdía influencia.

Para ampliar: “Burkina Faso: un oasis de estabilidad convertido en polvorín del Sahel”, David Soler en El Orden Mundial, 2019

Pérdida de influencia

La pérdida de influencia de Estados Unidos en África en los últimos años ha venido acompañada por una creciente presencia de otras potencias. China, con una política de cuantiosas inversiones y laxa en derechos humanos, se ha ganado la preferencia de los países africanos y superó a EE. UU. como principal socio comercial de África ya en 2009. La Ley de Crecimiento y Oportunidades para África estadounidense (AGOA, por sus siglas en inglés), aprobada en 2000, no ha impedido que entre 2006 y 2016 las exportaciones de África subsahariana a EE. UU. cayeran en dos tercios. A la zaga de China, Rusia también ha triplicado su comercio africano en la última década y se ha convertido en su mayor proveedor de armas.

Para ampliar: “Rusia en la carrera comercial por África”, Alicia García en El Orden Mundial, 2019

Ni siquiera la llegada al poder en 2008 del primer presidente afroamericano en Estados Unidos cambió esta tendencia. Barack Obama fue recibido con mucha expectación en el continente, donde se esperaba que su ascendencia keniana favorecería su entendimiento de los problemas del continente y le llevaría a dar a África más importancia en sus políticas. Nada más lejos de la realidad: más allá de una Cumbre EE. UU.-África en 2014, Obama no persiguió una política africana ni mayor ni diferente de la de sus antecesores. Su sucesor, Donald Trump, tampoco ha mejorado la situación: ha tardado dos años en nombrar a un secretario de Estado de Asuntos Africanos y todavía no ha hecho una visita oficial a ningún país africano. Su única medida ha sido el programa Prosper Africa, con el que pretende apoyar la inversión de empresas estadounidenses en África, pero el Gobierno de Trump carece de una estrategia integral para el continente

EE. UU. y África comparten más de cuatrocientos años de relación, y, desde la esclavitud hasta la Guerra Fría, Washington siempre había mirado hacia el continente por interés propio. Sin adversario desde los noventa, Estados Unidos descuidó su política para África y ha perdido influencia a favor de China. Es precisamente el dominio del gigante asiático lo que preocupa ahora a EE. UU. y, en medio de una creciente rivalidad global, la causa principal de que vuelva a mirar hacia África.

Con todo, el potencial del continente es una oportunidad que EE. UU. no se puede permitir dejar pasar. África habrá duplicado sus habitantes en 2050, convirtiéndose en el hogar de 2.500 millones de personas, una cuarta parte de la población mundial. La edad media del continente es hoy de dieciocho años, con un 41% de la población menor de quince. A ello se le suma que los jóvenes africanos tienen una visión positiva de Estados Unidos. Mientras África crecía, EE. UU. ha ido desapareciendo. Solo queda por saber si reconsiderará su estrategia y tomará la iniciativa, aunque solo sea, como siempre, por contrarrestar a su rival.

Para ampliar: “China en África: del beneficio mutuo a la hegemonía de Pekín”, Pablo Moral en El Orden Mundial, 2019