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23 de Febrero, 2021
Apariciones en los medios /
Escrito por NCID

Este artículo fue publicado originalmente el 23 de febrero de 2021 en el medio Africaye. El autor es el investigador junior del NCID David Soler Crespo.


La inseguridad alimentaria en África sigue siendo un problema acuciante, empeorado todavía más por la pandemia del coronavirus. A principios de 2020 un total de 45 millones de personas estaban en una situación grave de falta de alimentos, una población similar a la de España. A final de año, de los 45 países que requerían alimentación externa, 34 estaban en África.

Pero el hambre coexiste con otra preocupante tendencia para la salud y el desarrollo: la creciente obesidad. Un estudio a través de 24 países africanos descubrió que esta no había parado de crecer en los últimos 25 años, especialmente entre la población urbana. Egipto es el país con mayor obesidad, con dos de cada cinco egipcios, seguido de Ghana, con uno de cada cinco habitantes. El aumento es preocupante, con países como Zambia y Tanzania triplicando sus tasas y otros, como Kenia o Costa de Marfil, doblando el porcentaje de obesidad en el último cuarto de siglo. Este incremento no diferencia entre países más desarrollados y menos, con Níger, país con menor índice de desarrollo del mundo, también duplicando su tasa.

La rápida urbanización, unida al crecimiento poblacional y el cambio climático, ayudan a comprender algunas de las causas del aumento. África subsahariana tiene un crecimiento poblacional de un 2,7% al año, más del doble que la siguiente región mundial, el sur de Asia. Las ciudades están ab-sorbiendo dos tercios de la población y se espera que, para 2035, el continente tenga ya a la mitad de la población viviendo en núcleos urbanos. En 2100, Lagos y Kinshasa serán las dos ciudades más grandes del mundo, con más de 80 millones de personas cada una.

La rápida urbanización se debe, en parte, al efecto del cambio climático sobre las zonas rurales y la consiguiente falta de oportunidades de trabajo. Las sequías, inundaciones e incluso fenómenos como la plaga de langostas que ha asolado al Este de África son cada vez más frecuentes y dejan sin alimentos a muchas personas. África importó en 2019 comida por valor de 49 mil millones de dólares, una cifra que no para de crecer.

Una vez en la ciudad, las personas dejan de comer en casa y acaban consumiendo comida rápida, poco nutritiva, en puestos callejeros. Una comida que es la que muchos se pueden permitir: la mitad de la población urbana vive en asentamientos informalessin seguridad económica. La Organización Mundial de la Salud indica que la dieta saludable menos costosa es cinco veces más cara que llenar el estómago solo con almidón.

Sin embargo, hay un grupo específico de población más afectado, las mujeres de clase media en zonas urbanas: en torno a un 40% padece sobrepeso frente a poco más de un 25% de los hombres. La escasa disponibilidad de alimentos frescos a bajo precio en ciudades se suma a la tendencia a caminar menos que en zonas rurales, donde los medios y la distancia para desplazarse son menores. Asimismo, la falta de una educación alimentaria en las escuelas se une a los estándares de clase: la delgadez se asocia a la pobreza mientras que, tras una pronunciada tripa, se distingue a una familia rica. A ello se le unen los cánones de belleza: el 88% de los hombres sudafricanos admitían que les atraían más las mujeres entradas en carnes.

La obesidad trae consigo graves problemas de salud como hipertensión, cáncer o diabetes. Esta última es la causa más común y ha aumentado en África un 129% desde 1980, un ritmo que, si sigue así, provocará unos costes económicos de 60 mil millones de dólares en 2030 para la maltrecha sanidad subsahariana.

Con todo, no son solo los factores internos los que provocan el aumento de la obesidad y su coexistencia con la inseguridad alimentaria. Los acuerdos impuestos por las potencias extranjeras y los monopolios de las élites empresariales y políticas tienen mucho que ver en el incremento de los precios locales saludables y la disponibilidad de comida basura a un precio mucho más barato.

El duopolio del mal: multinacionales europeas y élites africanas

A pesar de todos los factores endógenos, el efecto de quienes deciden sobre el precio y la calidad de los productos también afecta. Por un lado, a la hora de firmar acuerdos bilaterales se impone la fuerza negociadora de las principales potencias económicas de Occidente y, por otro, las élites locales deciden con su monopolio el precio a cobrar por productos básicos.

Pongamos como ejemplo la leche. Bajo los Acuerdos de Colaboración Económica, la Unión Europea se asegura un acceso barato al 83% de los mercados africanos. La sobreproducción de productos lácteos en el viejo continente ha incrementado sobremanera las exportaciones. A pesar de un incremento del 50% de la producción local de leche en África Occidental en lo que llevamos de siglo XXI, las importaciones desde la Unión Europea han aumentado en un 234% en la última década.

Unos productos que llegan mucho más baratos que la capacidad de los agricultores locales por dos principales motivos: las grandes multinacionales se valen de las ayudas públicas a los agricultores y del exceso de producción para poder comprar leche casi a precio de coste. Una vez comprada, las empresas mezclan la leche con aceite de palma, hasta doce veces más barato que la grasa animal, por lo que pueden bajar todavía más el precio, sacrificando eso sí el valor nutricional y la calidad. El 75% de la leche que se exporta de Europa a África Occidental es mezclada y servida en polvo. Cuando llega, tiene mucha peor calidad que el producto local, pero es hasta tres veces más barata: mientras un litro de leche pasteurizada local en Burkina Faso cuesta 94 céntimos, la leche en polvo mezclada en Europa cuesta 34 céntimos. El British Medical Journal denunció directamente las prácticas de multinacionales como Nestlé y Danone, argumentando que incumplían la ley al promocionar como preferibles 40 de sus productos de leche artificial a la lactancia natural.

Si un país se niega a firmarlo, comienzan las tácticas intimidatorias de las potencias económicas. Cuando Kenia intentó no participar en un acuerdo para aceptar productos agrícolas subvencionados en 2014 con la Unión Europea, esta sugirió que, si no lo hacía, impondría tarifas a la exportación de flores cortadas, un sector que aporta casi 800 millones de dólares al año al país, un valor del 1% del PIB, y es segundo en exportación, solo por detrás del té. En este otro producto, África también sale mal parada: a pesar de producir un 20% del té a nivel mundial y de que Kenia sea el tercer país que más exporta, África importa de China el 43% del té que consume.

Todo ello causa un desequilibrio comercial. La Unión Europea ha eliminado las tarifas para la importación de materias primas africanas, pero desincentiva la llegada de materiales ya procesados con aranceles altos. Mientras que la exportación del grano de cacao es libre, el cacao ya procesado en polvo tiene una tarifa del 7,7% y de hasta un 15% en productos refinados con manteca de cacao.

Esto reduce directamente la generación de valor en África y se refleja en los números globales: mientras que tan solo el 15% de los productos que se exportan están procesados, el 42% sí lo están entre países africanos. Sin embargo, el comercio regional africano solo representa un 12% del total, muy lejos del 59% entre países asiáticos o el 69% entre europeos. El Tratado de Libre Comercio Africano, inaugurado a comienzos de 2021, pretende revertir esta dependencia del exterior reduciendo el 90% de los aranceles entre países africanos, lo que esperan que cause que uno de cada dos productos que se exporten sea dentro del continente.

Sin embargo, no son solo los acuerdos con terceros los que dañan la capacidad del consumidor africano de disfrutar de productos locales de calidad a bajo precio. En juego también entran los oligopolios africanos, en los que los líderes políticos están directamente relacionados. Volviendo al ejemplo de la leche, en Kenia la empresa Brookside Dairies domina el mercado de procesamiento de productos lácteos, por encima de las entidades públicas New KCC y Githunguri Dairy. Sin embargo, la primera también está influenciada por lo público, ya que es propiedad de la familia del actual presidente, Uhuru Kenyatta, hijo del a su vez primer dirigente del país tras la independencia, Jomo Kenyatta. Desde que Uhuru llegara a la presidencia en 2013, los precios de la leche procesada se han duplicado, pero no así lo que se llevan los granjeros. En 2013 se pagaban 60 chelines en el mercado por un brick de medio litro de leche, de los que 30 chelines iban para los productores, pero al finalizar su primer mandato en 2017, el precio en los mercados rondaba ya los 120 chelines, mientras que el pago a los granjeros se mantenía o se reducía, llegando incluso a pagarse 17 chelines. Esto supuso que el consumidor tenía que pagar el doble y el procesador se llevaba el triple de beneficios, sin ninguna repercusión en el productor primario.

El caso de colusión entre intereses estatales y empresariales no se circunscribe a la leche, la familia Kenyatta cuenta con empresas de azúcar e, incluso, banca; ni a Kenia, la práctica se repite en multitud de países. Es llamativo el caso de Sudáfrica, donde el presidente Cyril Ramaphosa construyó un imperio con la concesión de 145 establecimientos de McDonald’s en el país, cuya propiedad vendió al acceder al poder pero que, durante años, contribuyó a que el país que ahora dirige tenga a dos tercios de la población con sobrepeso y sea, según un indicador, el tercer país a nivel mundial con mayores niveles de obesidad.

La rápida urbanización es un caso grave y ha cambiado patrones de alimentación, pero no se puede culpar solo a los ciudadanos. La pobreza aumenta la malnutrición y el encarecimiento de los productos básicos hace que recurran a comidas ultraprocesadas y poco nutritivas. Las soluciones son complejas. En Sudáfrica introdujeron en 2018 un impuesto a las bebidas azucaradas que ha reportado un beneficio al Estado de 214 millones de dólares en su primer año, pero cuyo coste ha ido a pagar al consumidor final. Para solucionar la crisis de malnutrición, hará falta mucho más que eso.