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12 de Junio, 2020
Apariciones en los medios /
Escrito por NCID

Este artículo fue publicado originalmente en esglobal el 12 de junio de 2020. El autor es el investigador junior del NCID, José Manuel Cuevas. Puede consultar el artículo original aquí.


Guatemala, Honduras y El Salvador componen una de las subregiones más violentas del mundo. Sus presidentes actuales llegaron al poder después de haber prometido, entre otras, combatir las maras y el narcotráfico, actores más visibles de esa violencia. Hasta ahora, los discursos se han afianzado o han chocado con la realidad, profundizando el reto político e institucional que supone velar por la seguridad en estos tres países.

El Triángulo Norte centroamericano recibió ese nombre por los esfuerzos de integración política y económica que Guatemala, Honduras y El Salvador llevaron a cabo desde finales de los 90. Paralelamente, ese apelativo empezó a usarse también para tratar realidades comunes como la violencia social, el narcotráfico y la migración.

Esta subregión es una de las más violentas del mundo y, aunque se ha ido reduciendo, tiene la mayor tasa de asesinatos fuera de los países en guerra: aproximadamente 26 en Guatemala, 42 en Honduras y 62 en El Salvador por cada 100.000 habitantes, según los datos más recientes del Banco Mundial. La tasa en las capitales fue de 42 en Ciudad de Guatemala y 41 en Tegucigalpa en 2018, y de 35 en San Salvador en 2019, de acuerdo con fuentes regionales.

Esos niveles de asesinatos comparten actores visibles. Por un lado, las conocidas maras transnacionales MS13 y Barrio 18 actúan disgregadas desde los barrios y las cárceles. Como parte del tejido social, sobre todo en las ciudades, han logrado disputar o imponer su ley a través de la extorsión, secuestros, asesinatos, relaciones con sectores oficiales que capturan a los Estados con fines privados, el narcomenudeo y su peso en el imaginario colectivo. El narcotráfico, catalizador de la violencia como negocio tan rentable e ilegal, se hizo un lugar en Centroamérica cuando en los 80 pasó a servir de nueva ruta para la droga rumbo a Estados Unidos, y sus referentes han pasado de ser clanes familiares a sucursales de los cárteles mexicanos.

El alcance de estos grupos ha sido un lastre para los tres países: se retroalimenta con factores transversales como la pobreza, la desigualdad y la debilidad institucional, y es una amenaza en materia de seguridad, desarrollo y gobernabilidad.

Frente a ese peso del crimen y la delincuencia organizada, desde principios de siglo algunos presidentes de distintas orillas han tenido como bandera la llamada “mano dura”, que ha llevado a miles de pandilleros a la cárcel, haciendo que ese fenómeno no siempre se reduzca, sino que se adapte. En los últimos años, esa retórica ha vuelto a coincidir en los tres mandatarios. Juan Orlando Hernández, del Partido Nacional y quien gobierna Honduras desde 2014, la incluyó en su discurso sobre todo de cara a su primer periodo. En 2019, el entonces candidato alternativo Nayib Bukele rompió el bipartidismo y llegó a la presidencia de El Salvador después de apuntar a sus antecesores por haber pactado con las maras para llegar al poder y prometiendo, en contrapartida, fortalecer la ofensiva del Estado. Ya en 2020, el conservador Alejandro Giammattei se posesionó como presidente de Guatemala con la misma promesa, que incluía declarar a las maras como grupos terroristas y llevar a cabo un nuevo plan de seguridad con el Gobierno salvadoreño.

Aunque llevan tiempos distintos al mando, la retórica de “mano dura” de los tres presidentes, según el caso, se ha plasmado en hechos o ha quedado en evidencia frente a otros, ya sea porque lo han ratificado con acciones que han llamado la atención dentro y fuera de sus fronteras o, por el contrario, porque han controvertido su discurso.

Los males empiezan por casa

En Honduras, Juan Orlando Hernández atraviesa su segundo mandato, que inició con acusaciones de fraude electoral, con menos “mano dura” contra el crimen en su discurso que en el primero. En el poder desde 2014, el presidente ha visto en los últimos años cómo al menos una de sus ofensivas contra el crimen organizado se le ha vuelto en contra: la política de extradiciones a Estados Unidos, orientada a los jefes del narcotráfico.

Hernández impulsó desde el inicio las extradiciones por narcotráfico hacia el país norteamericano, envueltas en una retórica contra la criminalidad y en un marco de colaboración con Estados Unidos, y tras una reforma en 2012. Entre decenas de capturas y entregas que incluyeron a cabecillas de grupos como Los Valle o Los Cachiros, los avances en las investigaciones judiciales han ido revelando la normalidad y el alcance a todos los niveles de la narco-política en Honduras. Uno de los picos fue cuando tanto narcos como exfuncionarios señalaron el papel clave de Juan Antonio Tony Hernández, hermano del presidente y exdiputado, en las redes del tráfico de drogas del país.

Las autoridades estadounidenses no tuvieron necesidad de una extradición formal y arrestaron a Tony Hernández en noviembre de 2018 en el aeropuerto de Miami. Aparte del escándalo que eso conllevaba, el juicio e informes en medios de comunicación afectaron directamente al presidente desde el principio, pues los fiscales lo acusaron de recibir un millón de dólares del Chapo Guzmán a través de Tony, lo cual el mandatario negó en un comunicado donde resaltó precisamente la política de extradiciones. Finalmente, Tony Hernández fue condenado en octubre de 2019 por tráfico de drogas y de armas, pero las menciones al presidente en juicios en curso continúan.

Además, dentro de su amplia cobertura del tema, el medio especializado InSight Crime ha registrado que Honduras habría pasado de ser país de paso a ser también país productor de droga durante la última década y, de la mano, también publicó que un narco-laboratorio habría funcionado con protección del propio presidente, según autoridades estadounidenses.

Gobernar a como dé lugar

Nayib Bukele entró con militares a la Asamblea salvadoreña el pasado 9 de febrero para persuadir a los legisladores de autorizar la negociación de un préstamo para financiar el Plan de Control Territorial. La escena encendió las alarmas, junto con su llamado a la insurrección en caso de que la negativa continuase, provocando denuncias de autogolpe.

Desde el principio de su mandato en junio de 2019, el empresario y publicista de 38 años ha destacado por gobernar por Twitter, explotando su favorabilidad. Tan pronto se posesionó, Bukele empezó a dar instrucciones de reforma burocrática por la red social a ministros y altos funcionarios, que le respondían acatando. Además, dio a conocer su estrategia en materia de seguridad: atacar las finanzas de las maras, cortarles la comunicación en las cárceles y proteger los centros de las ciudades.

Después de un primer semestre logrando reducir la tasa de asesinatos, el despachar por Twitter fue más allá cuando el 3 de marzo Bukele ordenó decretar emergencia máxima en todas las cárceles, lo que implicaba mantener a los presos en sus celdas 24/7. Ese tuit respondía a otro en el que manifestaba, entre otras, que “los criminales controlan la mayor parte del Estado”.

Según lo ha dejado ver, para él los problemas de El Salvador los representan miles de pandilleros y al menos 60 de los 84 diputados. Unos ostentan un poder paralelo desde el bajo mundo; los otros pertenecen a ARENA y al FMLN, cuyo bipartidismo de treinta años logró superar en primera vuelta y cuyo contrapeso parece estorbarle. Precisamente, para llegar a la presidencia criticó la convergencia entre ambos actores, pues el FMLN, en el poder desde 2009, había pactado por debajo de la mesa una tregua con las maras a cambio de beneficios carcelarios. Antes y después de su elección, Bukele se benefició de las declaraciones de testigos judiciales que han vinculado a cargos del FMLN y de ARENA a reuniones clandestinas con líderes de las maras.

Frente a la crisis del coronavirus, el presidente salvadoreño también ha actuado con un pragmatismo que le ha permitido implementar un plan preventivo y por etapas, pero también sortear el orden institucional y el control político y judicial ante ciertas decisiones. Las más llamativas han sido ante un aumento de asesinatos repentino del que culpa a las maras: ordenar un nuevo estado de emergencia en las cárceles y permitir el pasado 26 de abril la “fuerza letal” en caso de ser necesario. Ambas decisiones se suman a la de autorizar a policías y militares a capturar a quien viole la cuarentena. Esas medidas y las imágenes de reclusos amontonados y en ropa interior han causado reacciones de preocupación en la ONU y Human Rights Watch, entre otras organizaciones de la comunidad internacional.

Además, el Gobierno ha limitado el margen de maniobra del periodismo y el acceso a la información pública, según algunos encargados de medios, y el propio presidente se ha enfrentado a parte del sector privado por las medidas y consecuencias económicas que la crisis está conllevando.

De la experiencia con las maras a buscar la lucha antiterrorista

Alejandro Giammattei avisó en su posesión el 14 de enero por dónde iría su política de seguridad como presidente de Guatemala: “Presentaré una ley que pretende declarar a las maras y pandillas como lo que son: grupos terroristas”. Ese eco de promesas de campaña le costaron amenazas de muerte antes y después de asumir el cargo. En el mismo discurso, el presidente aseguró que la “plaga” de las maras también había que atacarla atendiendo a sus causas estructurales, ligadas a la falta de educación y a la exclusión social.

Giammattei hablaba no solo al calor de lo prometedor que puede ser un cambio de gobierno, sino con conocimiento de causa, pues había dirigido el Sistema Penitenciario entre 2005 y 2007. Su paso por ese cargo estuvo marcado por la Operación Pavo Real, en la que 3.000 policías y militares retomaron una cárcel hacinada que se había vuelto uno de los focos del crimen en el país. En el operativo hubo siete ejecuciones extrajudiciales por las cuales Giammattei estuvo diez meses en la cárcel, pero fue absuelto en 2011 al no encontrarse indicios de su participación.

Ya como presidente, promovió en el Congreso la “ley antimaras”, que, después de pasar por tres comisiones antes de la interrupción por la crisis del coronavirus, finalmente no incluiría la palabra “terroristas” para evitar consecuencias contraproducentes o inconstitucionales. Esta ley, sin embargo, aumentaría las penas para los delitos más comunes de los mareros, como la extorsión, y también contempla un frente para que el Ejecutivo aumente las capacidades de investigación y de enfrentamiento directo del Estado contra las maras, más otro para promover políticas de prevención con los menores más vulnerables.

Por ahora, esa propuesta de hacer compatible la fuerza con la prevención ha tenido más discurso y contenido de lo primero: habiendo cumplido un mes en el cargo, Giammattei ya había declarado el “estado de prevención” en cuatro oportunidades para distintos municipios. Esa disposición permite, entre otras, militarizar los servicios públicos o limitar las celebraciones al aire libre.

Contradicciones normalizadas

En el Triángulo Norte son comunes los tipos de estructuras del crimen y la delincuencia organizada, pero, aunque no siempre se les ha combatido igual, en los tres casos su actuar no se ha dado como el de enemigos internos pero apartados de la sociedad y de la política, sino como parte de la primera y a veces con relaciones con la segunda. Por ejemplo, aparte de la sobreexposición mediática general y del uso político que se le ha dado al miedo colectivo a estos grupos, con la crisis del coronavirus las pandillas en El Salvador han amenazado a quien se salte la cuarentena obligatoria, mientras que en Guatemala han suspendido las extorsiones a pequeños comercios afectados por la pandemia.

De igual manera, la efectividad de las políticas de seguridad contra las maras ha sido cuestionada con la postura de que, ya sea por acuerdos internos o con políticos, o por enfocarse en el último lustro en algo más rentable como la extorsión, son las propias maras las que han decidido matar menos. Incluso en las cárceles sus líderes han podido buscar interlocución con el presidente, como en Guatemala, o hasta fugarse, como en Honduras.

Esas contradicciones también se dan a nivel político. Por ejemplo, mientras Juan Orlando Hernández ha promovido políticas de seguridad y depuración institucional desde que era presidente del Congreso, Estados Unidos aún lo considera aliado en la cuestión migratoria y en la lucha contra el narcotráfico sabiendo que los testimonios judiciales lo vinculan cada vez más a esas redes. Bukele, entre tanto, ha provocado la preocupación de la comunidad internacional con su manera de tratar de imponer la seguridad y mantener el control durante la pandemia, mientras que dentro del país sigue manteniendo una imagen ampliamente favorable.

Si bien los presidentes cuentan con margen de maniobra, la dificultad de la “mano dura” ha pasado a veces por la contradicción de traer más violencia, pero sobre todo por el hecho de interactuar con contrapartes que, de manera autónoma, relacionada con o aprovechada por el propio Estado, está en las redes de poder y forma parte de la sociedad en los tres países.